domingo, 18 de septiembre de 2011

Maternidad, Soledad

Autonomía, individualismo, independencia, libertad sin trabas … son los slogans que deleitan a la humanidad del tercer milenio. Se presentan como conquistas que asegurarán a quien los posean la felicidad y la dicha. Espoleado por estos acicates el hombre ha creado una sociedad de multitudes pero en la que, curiosamente, se siente solo. Al final, es la soledad el botín real que se ha conquistado después de romper lazos (independencia), de elegir antes mi interés que el ajeno (individualismo), de ser yo mi propia norma (autonomía). Cuando el “yo” se agiganta, el corazón se vacía de “otros”, y si no hay otros, por rodeado que esté de gente, el ser humano estará solo.
        El 26% de los americanos se califica de solitarios crónicos. El 54% de los franceses afirma haber sufrido de soledad alguna vez. El 30% de los españoles dice sentirse solo con frecuencia, el 40% confiesa no tener ningún amigo íntimo y el 20% declara haber tenido problemas de depresión.
        Ni los millones de teléfonos celulares o móviles, ni el chat, ni la facilidad para los viajes llenan el hueco interior que crece en miles de occidentales. Bien escribía Víctor Hugo que el infierno está todo en esta palabra: soledad. Si al final de la vertiginosa carrera promovida por el individualismo se encuentra la soledad ¿Merece la pena seguir en la competición?
Hay un antídoto contra la soledad, a la mano de todos, natural como la vida misma, para evitar la más peor de las pobrezas, la soledad; es gratuito, funciona siempre, no crea adicción y mejora enormemente la calidad de la vida. Sólo es cuestión de cambiar los ingredientes que nos proponen. En lugar de individualismo poner solidaridad; sustituir la autonomía por la donación desinteresada, y orientar la libertad al servicio de bien del otro. Si la soledad es el sentimiento que surge cuando se constata que no soy nada, ni nadie para un alguien, el antídoto eficaz será la experiencia de importar a otro, y de importarle mucho. En una palabra, la soledad muere cuando nace el amor. Nada llena más el corazón del ser humano que descubrir que por mí, otro piensa, vive, actúa y elige. Mi existencia tiene sentido; la indiferencia queda en el olvido. Sentirse amado, sencillamente por ser yo; no por lo que hago, ni por mi dinero, ni por ningún otro interés. Se es amado por ser, nada más y nada menos … que uno mismo.
        Justamente esta experiencia, así de sencilla y natural, es la que el niño advierte cuando su madre lo acepta –al conocer que viene en camino–, lo desea, lo ama. Él no aporta absolutamente nada; quizás molestias, roba algo del sueño materno, tiempo y da más trabajo. Lo único que da a cambio, y depende del humor del bebé, es una sonrisa … que para la madre es el pago generoso a su desvelo. La madre sigue amándole, no por lo que recibe del pequeño, sino llanamente porque es su hijo, y basta. Este estilo de vida es el que hay que recuperar para nuestra sociedad. Dar sin pedir, para ganar lo que no se compra con dinero: confianza unos en otros.
        No se oye hablar mucho a favor de la maternidad, excepto en los comerciales típicos de esta época, pero que tristemente suenan a sospechosos. El hijo se nos presenta como un problema para la mujer, y no digamos si ya es madre de otros o si quiere trabajar fuera del hogar. El cáncer del individualismo también infecta a la mujer, y se comienza a ver como carga lo que es un don. Un ser humano no es un problema para otro, es una oportunidad para crecer en humanidad.
        En casi todas las culturas se ha admirado el valor de la maternidad por los bienes que procura al ser humano. La madre, naturalmente, es la que ama sin esperar nada a cambio. Se realiza en el otro. Su alegría no proviene de sus propias conquistas, sino del triunfo de su hijo. Y sus tristezas también nacen del dolor de su hijo. Por ello, la mujer madre ha sido modelo de desinterés, y reserva de lo mejor a lo que puede aspirar el ser humano.
        La mujer madre es un estupendo modelo para aprender a generar el antídoto para la soledad. Merece la pena invertir en este estilo si queremos humanizar la sociedad. Con razón escribía Edith Stein: “En todas partes donde haya un hombre solo, especialmente si éste está necesitado, ella estará a su lado llena de amor, tomando parte, comprendiendo, aconsejando, ayudando; así se convierte en compañera … En todas partes donde ella ayuda a un hombre a comprender el desarrollo de su camino hacia la meta en su despliegue corporal, anímico o espiritual, ella es madre”(1).

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