Autonomía, individualismo, independencia,
libertad sin trabas … son los slogans que deleitan a la humanidad del tercer
milenio. Se presentan como conquistas que asegurarán a quien los posean la
felicidad y la dicha. Espoleado por estos acicates el hombre ha creado una
sociedad de multitudes pero en la que, curiosamente, se siente solo. Al final,
es la soledad el botín real que se ha conquistado después de romper lazos
(independencia), de elegir antes mi interés que el ajeno (individualismo), de
ser yo mi propia norma (autonomía). Cuando el “yo” se agiganta, el corazón se
vacía de “otros”, y si no hay otros, por rodeado que esté de gente, el ser
humano estará solo.
El
26% de los americanos se califica de solitarios crónicos. El 54% de los
franceses afirma haber sufrido de soledad alguna vez. El 30% de los españoles
dice sentirse solo con frecuencia, el 40% confiesa no tener ningún amigo íntimo
y el 20% declara haber tenido problemas de depresión.
Ni
los millones de teléfonos celulares o móviles, ni el chat, ni la facilidad para
los viajes llenan el hueco interior que crece en miles de occidentales. Bien
escribía Víctor Hugo que el infierno está todo en esta palabra: soledad. Si al
final de la vertiginosa carrera promovida por el individualismo se encuentra la
soledad ¿Merece la pena seguir en la competición?
Hay un antídoto contra la soledad, a la mano
de todos, natural como la vida misma, para evitar la más peor de las pobrezas,
la soledad; es gratuito, funciona siempre, no crea adicción y mejora
enormemente la calidad de la vida. Sólo es cuestión de cambiar los ingredientes
que nos proponen. En lugar de individualismo poner solidaridad; sustituir la
autonomía por la donación desinteresada, y orientar la libertad al servicio de
bien del otro. Si la soledad es el sentimiento que surge cuando se constata que
no soy nada, ni nadie para un alguien, el antídoto eficaz será la experiencia
de importar a otro, y de importarle mucho. En una palabra, la soledad muere
cuando nace el amor. Nada llena más el corazón del ser humano que descubrir que
por mí, otro piensa, vive, actúa y elige. Mi existencia tiene sentido; la
indiferencia queda en el olvido. Sentirse amado, sencillamente por ser yo; no
por lo que hago, ni por mi dinero, ni por ningún otro interés. Se es amado por
ser, nada más y nada menos … que uno mismo.
Justamente
esta experiencia, así de sencilla y natural, es la que el niño advierte cuando
su madre lo acepta –al conocer que viene en camino–, lo desea, lo ama. Él no
aporta absolutamente nada; quizás molestias, roba algo del sueño materno, tiempo
y da más trabajo. Lo único que da a cambio, y depende del humor del bebé, es
una sonrisa … que para la madre es el pago generoso a su desvelo. La madre
sigue amándole, no por lo que recibe del pequeño, sino llanamente porque es su
hijo, y basta. Este estilo de vida es el que hay que recuperar para nuestra
sociedad. Dar sin pedir, para ganar lo que no se compra con dinero: confianza
unos en otros.
No
se oye hablar mucho a favor de la maternidad, excepto en los comerciales típicos
de esta época, pero que tristemente suenan a sospechosos. El hijo se nos
presenta como un problema para la mujer, y no digamos si ya es madre de otros o
si quiere trabajar fuera del hogar. El cáncer del individualismo también
infecta a la mujer, y se comienza a ver como carga lo que es un don. Un ser
humano no es un problema para otro, es una oportunidad para crecer en
humanidad.
En
casi todas las culturas se ha admirado el valor de la maternidad por los bienes
que procura al ser humano. La madre, naturalmente, es la que ama sin esperar
nada a cambio. Se realiza en el otro. Su alegría no proviene de sus propias
conquistas, sino del triunfo de su hijo. Y sus tristezas también nacen del
dolor de su hijo. Por ello, la mujer madre ha sido modelo de desinterés, y
reserva de lo mejor a lo que puede aspirar el ser humano.
La
mujer madre es un estupendo modelo para aprender a generar el antídoto para la
soledad. Merece la pena invertir en este estilo si queremos humanizar la
sociedad. Con razón escribía Edith Stein: “En todas partes donde haya un hombre
solo, especialmente si éste está necesitado, ella estará a su lado llena de
amor, tomando parte, comprendiendo, aconsejando, ayudando; así se convierte en
compañera … En todas partes donde ella ayuda a un hombre a comprender el
desarrollo de su camino hacia la meta en su despliegue corporal, anímico o
espiritual, ella es madre”(1).
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