Amaba a Curly, disfrutaba del desorden del interminable pelo de Larry y odiaba con toda mi alma a Moe. Pero detestaba a Shemp y Joe, por intentar reemplazar al irremplazable gordito.
Uno de los pocos recuerdos claros que
tengo de mi primera infancia, antes de cumplir los 5 años, es el de
aquella tarde en la que mi abuela me dejó durmiendo la siesta (porque me
vio tan lindo dormido, según ella) y no me despertó para ver El show de los Tres Chiflados .
El malestar que me produjo haber perdido mi programa favorito no pudo ser calmado con las estupendas tostadas con manteca y dulce de leche que me preparó. Cruzadito de brazos, pasé el resto de la tarde con cara de malo, hasta que vino mi mamá y le conté los detalles del dramático episodio.
Un reto falso a mi abuela, con un guiño de ojos de por medio, debe haber arreglado el asunto, pero esos pormenores ya escapan de mi memoria.
¿Por qué me enojé tanto? Es que Los Tres Chiflados era mi combustible de alegría diaria, mi usina cotidiana de emociones antes de tener la edad suficiente como para ir a la escuela (por entonces, no había casi guarderías y yo no hice ni siquiera el jardín de infantes).
Amaba a Curly, disfrutaba del desorden del interminable pelo de Larry y odiaba con toda mi alma a Moe. Pero detestaba a Shemp y Joe, por intentar reemplazar al irremplazable gordito de pelo muy corto. Era el que hacía ruidos extraños cuando cocinaba o arreglaba algún artefacto (en realidad lo descomponía) y metía la pata a cada minuto, para recibir como castigo los golpes del flequilludo líder del trío, que en su cabeza sonaban huecos.
Esta serie de cortos en blanco y negro, cuya musiquita se instaló en este momento en mi cabeza al evocarla, nos enseñó a disfrutar del ridículo, nos mostró el valor de la torpeza, nos hizo querer a tres seres más inútiles y torpes que nosotros mismos.
Los Tres Chiflados fueron una especie de Homero Simpson de nuestro tiempo, el bálsamo de contar con una referencia humana a la que se puede querer aun cuando sea una colección de defectos, virtud que también tiene hoy el padre de Bart y Lisa Simpson.
En aquel centenar de capítulos que no tenía problemas para verlos repetidos docenas de veces, Moe, Larry y Curly (o sus reemplazantes) fueron de todo: vagabundos, linyeras, millonarios, deportistas, mujeriegos, soldados, cazadores, cazados, vendedores de calle, plomeros, músicos, científicos… De todo, menos inteligentes.
Razón filosófica. Sobrevivir y ser queridos, aun cuando se carezca de habilidades y conocimientos, era más que suficiente para soportar aquella etapa de la niñez en la que, los que no hemos sido prodigios en nada, n o podíamos entender de otra forma por qué nuestros mayores nos querían tanto.
Ese fue el rol, filosófico si se quiere, que tuvieron Los Tres Chiflados para mí, en un tiempo en el que no existía Cartoon Network ni había colores en las pantallas de televisión.
Sólo cuando elaboré eso, entendí por qué me había enojado tanto con mi abuela cuando no me despertó a tiempo de la siesta y me perdí un programa que ningún sueño podía superar.
El malestar que me produjo haber perdido mi programa favorito no pudo ser calmado con las estupendas tostadas con manteca y dulce de leche que me preparó. Cruzadito de brazos, pasé el resto de la tarde con cara de malo, hasta que vino mi mamá y le conté los detalles del dramático episodio.
Un reto falso a mi abuela, con un guiño de ojos de por medio, debe haber arreglado el asunto, pero esos pormenores ya escapan de mi memoria.
¿Por qué me enojé tanto? Es que Los Tres Chiflados era mi combustible de alegría diaria, mi usina cotidiana de emociones antes de tener la edad suficiente como para ir a la escuela (por entonces, no había casi guarderías y yo no hice ni siquiera el jardín de infantes).
Amaba a Curly, disfrutaba del desorden del interminable pelo de Larry y odiaba con toda mi alma a Moe. Pero detestaba a Shemp y Joe, por intentar reemplazar al irremplazable gordito de pelo muy corto. Era el que hacía ruidos extraños cuando cocinaba o arreglaba algún artefacto (en realidad lo descomponía) y metía la pata a cada minuto, para recibir como castigo los golpes del flequilludo líder del trío, que en su cabeza sonaban huecos.
Esta serie de cortos en blanco y negro, cuya musiquita se instaló en este momento en mi cabeza al evocarla, nos enseñó a disfrutar del ridículo, nos mostró el valor de la torpeza, nos hizo querer a tres seres más inútiles y torpes que nosotros mismos.
Los Tres Chiflados fueron una especie de Homero Simpson de nuestro tiempo, el bálsamo de contar con una referencia humana a la que se puede querer aun cuando sea una colección de defectos, virtud que también tiene hoy el padre de Bart y Lisa Simpson.
En aquel centenar de capítulos que no tenía problemas para verlos repetidos docenas de veces, Moe, Larry y Curly (o sus reemplazantes) fueron de todo: vagabundos, linyeras, millonarios, deportistas, mujeriegos, soldados, cazadores, cazados, vendedores de calle, plomeros, músicos, científicos… De todo, menos inteligentes.
Razón filosófica. Sobrevivir y ser queridos, aun cuando se carezca de habilidades y conocimientos, era más que suficiente para soportar aquella etapa de la niñez en la que, los que no hemos sido prodigios en nada, n o podíamos entender de otra forma por qué nuestros mayores nos querían tanto.
Ese fue el rol, filosófico si se quiere, que tuvieron Los Tres Chiflados para mí, en un tiempo en el que no existía Cartoon Network ni había colores en las pantallas de televisión.
Sólo cuando elaboré eso, entendí por qué me había enojado tanto con mi abuela cuando no me despertó a tiempo de la siesta y me perdí un programa que ningún sueño podía superar.
- 26/11/2011 00:01 , por Jorge Londero La Voz
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