En el campo de refugiados de Dadaab, en el norte de Kenia, medio millón de refugiados somalíes se apiñan y se apagan en silencio, enclaustrados entre las paredes del desierto y la indiferencia internacional.
Sasha perdió a la mitad de su familia en pocos meses. Ella no decidió
ser refugiada; ninguno de nosotros lo hizo. Uno no se despierta una
mañana con hambre y decide ser refugiado. Gracias a Allah (Dios),
después de deambular durante días y noches escapando de Mogadiscio, pudo
cruzar la frontera. Desde allí la transportaron hasta acá. Llegó hace
unos días”, dice con serenidad Hasan mientras tomamos un vaso de té.
Mientras él hablaba, la mujer me miraba fijamente con una mirada tan triste que hacía innecesarias las palabras.
“Yo he vivido toda mi vida como refugiado, no conozco otra cosa. Hace 20 años que estoy aquí”, agrega Hasan.
Esa
tarde había caminado bastante por Ifo 3 (nombre del campamento de
refugiados somalíes situado en Dadaab, nordeste de Kenia), en medio del
paisaje ocre y bajo una pertinaz lluvia. Mi calzado se pegaba al suelo
arcilloso, volviéndose pesado e incómodo
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