Hablar de Titanes en el ring es remontarme a mi inocente
infancia. El comienzo de los años setenta lo recuerdo como una mezcla de
aromas a torta horneada por mi abuela, ravioles del domingo y las
flores de la enredadera en verano. Mis viejos me llevaron a ver el
espectáculo en vivo, en el piso de los deportes del Hotel Provincial en
Mar del Plata. Ellos hacían temporada allá. De la misma forma que los
elencos de comedia o teatro de revistas, la troupe de Karadagian y el
circo de Carlitos Balá resultaban la atracción de todos los niños. Allí
pude escuchar en directo el estampido que producían los cuerpos al caer
en el piso del ring: seguramente habría un dispositivo por el cual el
sórdido piso dispuesto se convertía en una caja de resonancia. En mi
recuerdo, aquel sonido me remite al del tambor de una batería.
La
primera sensación que recuerdo fue el impacto de ver salir de un
cortinado a los luchadores a medida que eran convocados para las peleas.
Vi pasar cerca mío a Tufit memet, vestido de árabe; a la tenebrosa
Momia. Para su entrada bajaban las luces del estadio y propagaban a todo
volumen su jingle de presentación: LA MOMIAAAAA... LUCHADOR
SORDOMUDO... ante la mirada petrificada de todos los niños presentes.
También pude ver al gran ancho Peucelle y al inolvidable Martín
Karadagian y su “cortito”, una toma más exhibicionista que eficaz.
Resultaba
inquietante ver cómo los contrarios quedaban inmóviles a merced de los
sucesivos cortitos de Karadagian: la evidencia más clara de que Martín
era el dueño del espectáculo y, dicho sea de paso, el patrón de aquellos
colosos.
Atesoré durante años la firma de Karadagian, hecha de puño y letra, ante el pedido de mis padres, en la primera página de un pequeño libro de bolsillo de terror (género que me fascinaba leer en mi infancia).
Atesoré durante años la firma de Karadagian, hecha de puño y letra, ante el pedido de mis padres, en la primera página de un pequeño libro de bolsillo de terror (género que me fascinaba leer en mi infancia).
Aquel recuerdo se habrá perdido en el tiempo, en
diferentes mudanzas, o quizás descanse en la biblioteca de la casa de mi
madre, entre libros de aventuras de la colección Robin Hood y clásicos
de Julio Verne. Ya en la adolescencia, cuando me empecé a interesar por
la música, redimensioné la efectividad de las canciones que acompañaban a
cada uno de los titanes. Mucho se habló de la participación de Horacio
Malvicino (o su seudónimo Alain Debray) como gestor de esas inolvidables
melodías y orquestaciones ejecutadas por los mejores músicos del
momento.
Recordemos que todo aquello es previo a la invención de
los sintetizadores y aparatos digitales que reemplazan a las orquestas.
Con lo cual todo lo que sonaba estaba tocado por músicos de carne y
hueso. Aquellas canciones fueron durante años tema de conversación entre
músicos y, con el paso del tiempo, muy pocos afortunados ostentaban el
tener el jingle de Mercenario Joe o la canción de presentación de Titanes en el ring.
Fue
grata la sorpresa cuando me enteré de que todas aquellas canciones
salieron reeditadas en CD. Fue como recuperar una parte de mi vida, y
confirmar en la realidad todo aquello que sonaba en mi cabeza proyectado
desde mis Las últimas imágenes que vienen a mi memoria representan una
etapa posterior, ya entrados los setenta, con la incorporación de
Yolanka, que bajaba de una precaria nave espacial, que mediante unas
poleas descendía con unas sogas al centro mismo del ring. También
recuerdo a Mister Moto y otros noveles luchadores que se entremezclaban
con los clásicos Rubén Peucelle, Ararat, Benito Durante o el español
José Luis.
Una tarde, hace unos pocos años, mantuve una
conversación casual con una adorable señora. Ella solía estar en la
oficina de una enorme playa de estacionamiento (de varios pisos) frente a
la sede de Argentores. Como en esos años yo escribía para televisión,
solía ir a cobrar mis regalías a Argentores un par de veces al mes.
Estas informales charlas se sucedían cada vez que dejaba mi auto en ese
estacionamiento. Esa simpática señora era la viuda de Karadagian y sus
empleados (que ahora acomodaban los autos) eran varios de los titanes de
la troupe. Cuando me enteré de esto, mis visitas a Argentores tuvieron
un plus: las conversaciones con la viuda de Karadagian. Así pude
enterarme de algunas anécdotas, y de su incansable deseo de rearmar los Titanes en el Ring de la mano de su hija Paulina.
La
vida me llevó a dedicarme a otras tareas en los medios y jamás volví a
Argentores, por lo tanto tampoco regresé a la playa de estacionamiento.
Pero siempre recuerdo a aquella señora, siempre con un cigarrillo en la
mano, y la sonrisa cómplice de los ex titanes que asentían con la cabeza
las anécdotas de la viuda.
Hay que reconocer en Karadagian un
enorme visionario. Creativo, intuitivo y hábil empresario, que supo
cristalizar todas aquellas ideas que en otra persona no hubieron pasado
de la categoría de delirios infantiles. Él supo captar el interés de la
gente y desarrollar una variedad de personajes entrañables y, como
podemos apreciar en este libro, inolvidables.
El catch, en esa
mezcla de deporte y espectáculo, supera el límite de la realidad, aunque
en su compleja forma también incorpora la lucha real. Hasta dónde es la
actuación y hasta dónde llega la pelea real será la pregunta que jamás
podré develar. Y justamente en eso radica la magia de este fenómeno que
sigue entreteniendo a millones de niños en el mundo entero. Aunque
nostálgicamente debo reconocer que no habrá una troupe como la que supo
mostrar Karadagian.
¿Quién era la viudita misteriosa?, ¿por qué
siempre pasaba el hombre de la barra de hielo?, son algunos de los
interrogantes que supo instalar este genial armenio. Podemos pensar en
el reflejo de una época signada por líderes con nombre y apellido, a
diferencia de las actuales dominadas por sólidos equipos de creativos,
expertos en marketing y asesores varios. En aquel momento Alejandro
Romay imprimía su personalidad en la programación de Canal 9, Narciso
Ibáñez Menta aterraba a la población con sus programas, Pipo Mancera era
dueño de un estilo único, y Karadagian inventó su propio mundo en el
cual todos nosotros creímos ciegamente. Como corresponde.
El libro
Martín y sus titanes
Leandro D’Ambrosio
Editorial Del Nuevo Extremo
Prólogo de Gillespi
Martín y sus titanes
Leandro D’Ambrosio
Editorial Del Nuevo Extremo
Prólogo de Gillespi
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